Etimológicamente, el término antropología remite ni más ni menos que al estudio del ser humano, un estudio integral que abarcaría desde la biología hasta la cultura y que, por tanto, estaría a medio camino entre las ciencias sociales y las ciencias naturales. Es evidente que el ser humano tiene muchas facetas pero ¿qué aspecto de la vida humana le corresponde estudiar a la antropología? Esta pregunta epistemológica ha alimentado el debate de una disciplina que, por otra parte, siempre ha mantenido una constante: la preocupación por el Otro.

No vamos a entrar aquí en sus diferentes ramas y especialidades (antropología lingüística, arqueología, paleoantropología…) pero sí mencionar una diferenciación básica: por una parte, estaría la antropología biológica o física, interesada en el estudio de los seres humanos desde una perspectiva evolutiva y, por otra, la antropología social y cultural o etnología, interesada en el estudio de las estructuras sociales y de las diversas manifestaciones culturales de la otredad. Cuando hablamos de antropología en general nos solemos referir a la antropología social y cultural, y son estos estudios los que llegan al campus de Palencia para quedarse.

La antropología dio sus primeros pasos con los relatos de viajeros, misioneros y conquistadores. Lástima que, como escribe Ryszard Kapuscinski, “la cultura europea no nos ha preparado para semejantes viajes hacia el interior, hacia las fuentes de otros mundos y de otras culturas. El drama de estas –incluida la europea– consistió, en el pasado, en el hecho de que sus primeros contactos recíprocos pertenecieron a una esfera dominada, las más de las veces, por hombres de las más baja estofa: ladrones, sicarios, pendencieros, delincuentes, traficantes de esclavos, etc. (…) De resultas de tales experiencias, las culturas –en lugar de conocerse mutuamente, acercarse y compenetrarse– se fueron haciendo hostiles las unas frente a las otras o, en el mejor de los casos, indiferentes”.

Sin embargo, “También se dieron casos –pocos– de otra clase de personas: misioneros honestos, viajeros e investigadores apasionados”. Una de esas excepciones a las que alude Kapuscinski fue Bernardino de Sahagún, natural de Castilla y León, un misionero franciscano autor de varias obras etnográficas sin precedentes, escritas tanto en castellano como en náhuatl, de incalculable valor para la reconstrucción histórica del México precolombino. Ahora, cinco siglos después, esperemos que surjan muchos antropólogos del campus palentino que puedan contribuir al entendimiento de los pueblos, sean castellanoleoneses o bienvenidos de otras partes de la geografía.

Edward Burnett Tylor, uno de los padres de la antropología, propuso la cultura como objeto de estudio diferenciador de la disciplina, un concepto que no goza precisamente de consenso y que él entendía como aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre”. Sin embargo, los humanos no hemos protagonizado un salto de la naturaleza a la cultura, simplemente somos organismos dentro del continuum evolutivo de las especies animales en los que la cultura ha adquirido una importancia fundamental. Así, la antropología se encargaría del estudio del ser humano en su contexto sociocultural del que es, al mismo tiempo, producto y productor.

Aunque no seamos conscientes, todos hemos sido educados desde una cosmovisión determinada y, por tanto, tenemos un sesgo etnocéntrico incorporado, es decir, vemos y analizamos el mundo de acuerdo a los parámetros de nuestra propia cultura. En España, sin ir más lejos, hemos estudiado en el colegio el “descubrimiento de América”, un “hecho histórico” cuya mera formulación supone un etnocentrismo de libro, dado que América ya estaba descubierta y habitada por muchos pueblos indígenas. Así, ellos eran los “salvajes” y nosotros, los europeos, los representantes de la “civilización” que evangelizaría el “nuevo mundo” –por su bien, claro–. Y es que el etnocentrismo, en cierta medida irremediable, se convierte en un problema mayor cuando implica la creencia en la importancia y superioridad de la cultura propia frente a las demás. Por el contrario, el conocimiento de otras culturas puede ponerle freno a este sesgo etnocéntrico o, al menos, ubicarnos en la senda de la aceptación de que hay realidades distintas a las de uno mismo, un camino necesario para la empatía.

Afortunadamente, resistiendo al asedio de la invasión colonial y la globalización neoliberal, aún quedan pueblos indígenas –pocos– que viven en armonía con su medio natural, comparten los productos obtenidos, no contaminan y son autosuficientes. Y en un momento de preocupación mundial por el medio ambiente, quizá podríamos aprender algo de ellos. Asimismo, la antropología también podría servir de ayuda en otros muchos asuntos contemporáneos. Por ejemplo, en estos tiempos de libertades restringidas con la coartada de la salud pública, paradójicamente muchas personas se han visto liberadas, en este caso, del yugo del estrés laboral, y quizá precisamente por ello algunas de ellas se habrán hecho preguntas sobre ciertas facetas de su vida. Pues bien, existe un consenso general entre los antropólogos de que en las culturas paleolíticas de cazadores-recolectores se trabajaba significativamente menos que ahora. Marshall Sahlins describió cómo varias de estas sociedades dedicaban entre 3 y 5 horas diarias al trabajo (caza, recolección, fabricación de utensilios…), empleando el resto del tiempo en el ocio, el descanso y las relaciones sociales. Los !Kung del Kalahari, por ejemplo, trabajaban una media de dos días a la semana. Hagan ustedes sus propias cuentas, con o sin horas extras… En todo caso, no es cuestión de mitificar o demonizar unas u otras culturas, sino de aprender de todas ellas. Y es que quizá sociedades que nos antecedieron o pueblos de otras latitudes, nos puedan aportar algunas claves para una vida más saludable y plena.

Más allá del exotismo al que suele asociarse la disciplina y de temas más o menos morbosos a nuestros ojos como la poligamia o el canibalismo, la antropología estudia, en clave comparativa, a los seres humanos de aquí y de allá, de ayer y de hoy, profundizando en campos del saber muy diversos: economía, política, religión, arte, parentesco, estética, medicina, alimentación, magia, sexualidad, género… Porque conociendo a “los otros” nos conocemos mejor a nosotros mismos, sobre todo si asumimos, siguiendo a Franz Boas, la unidad psíquica de la humanidad, es decir, lo que nos une más allá de las diversas manifestaciones socioculturales.

La antropología nos ha enseñado que hay modos de pensar y sentir diferentes. Es más, hay pueblos que no distinguen entre sentir y pensar, como los Ifaluk de Micronesia o los Sami de Laponia. Pero ¿cómo es posible entonces la comunicación y el entendimiento entre personas educadas en cosmovisiones diferentes? Como dijo Quino en boca de Mafalda: “Lo malo de la gran familia humana es que todos quieren ser el padre”. Mahatma Gandhi podría tener la respuesta: “Las tres cuartas partes de las miserias y malos entendidos en el mundo terminarían si las personas se pusieran en los zapatos de sus adversarios y entendieran su punto de vista”. Y es que si sólo nos miramos a nosotros mismos podría pasarnos como a Narciso que, según el mito, estaba tan enamorado de sí mismo que ignoraba los encantos de los demás y terminó pagando por ello.

Por otra parte, de acuerdo con Tim Ingold, “La antropología trabaja para poner todas las certezas en cuestión. Y eso a la gente no le gusta”. De hecho, en tiempos de crisis (económicas, sanitarias, etc.), la gente necesita, más que nunca, certezas. Desgraciadamente, esto explica en parte fenómenos como el ascenso del nazismo en Alemania o ciertos comportamientos dogmáticos y serviles en los tiempos de incertidumbre actuales. Así que en el campo de la educación necesitamos armarnos contra el dogmatismo, el pensamiento único y el adoctrinamiento, porque es preferible la duda al prejuicio, la reflexión a la praxis acrítica y el compromiso a la indiferencia.

La antropología, sin ninguna duda, ayuda a pensar: objetivo fundamental que la Universidad no debería perder de vista. Y es que más allá de la lógica preocupación por las salidas profesionales o del pragmatismo del “¿y eso para qué sirve?”, la Universidad debería ser el espacio por antonomasia para el debate y la reflexión, para el enriquecimiento intelectual, de lo contrario terminará convirtiéndose en una formación profesional al servicio de las empresas y para eso ya hay otros espacios que, por cierto, convendría prestigiar.

Al igual que otras disciplinas con las que comparte vasos comunicantes como la filosofía o la psicología, la antropología se ha hecho grandes preguntas: ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué significa ser humano? ¿Hay algo que nos diferencie de otras especies animales? ¿Cuál es el origen del lenguaje o del arte? Pero más allá de preguntas existenciales, metafísicas o sobre los orígenes de tal o cual cosa, también se cuestiona –deberíamos hacerlo más– sobre el futuro: ¿Hacia dónde nos lleva la revolución tecnológica? ¿Hay esperanza para la vida en los pueblos? ¿En qué nos cambiará la experiencia de la cuarentena? En palabras de Ingold, “La antropología debería mirar al futuro a través de la lente del pasado (…) No es sólo pensar cómo fue o es la vida humana en ciertos lugares o momentos sino cómo podría ser”. Desde luego, hay muchas formas de vida que no pasan por habitar en las grandes ciudades, trabajar sentado frente a un ordenador, desplazarse en automóvil, comprar en grandes superficies comerciales y comer hamburguesas.

Para tomar conciencia de la humanidad desde una perspectiva holística, para ponerle freno al etnocentrismo, a la homogeneización cultural, a los nacionalismos mal entendidos de uno u otro signo, al racismo y la xenofobia, en definitiva, para combatir la estrechez de miras y profundizar en la comprensión del ser humano cultivando la diversidad y la empatía, necesitamos más antropología. Si todo el mundo tuviese unas nociones básicas de esta rama del conocimiento, el mundo sería un lugar mejor. Así que estamos de enhorabuena porque con la llegada de la antropología al campus de la Yutera, Palencia será, sin duda, un lugar mejor.