La salud humana está ligada a la salud del planeta

 Los recursos naturales básicos y los ecosistemas se deben gestionar de manera sostenible a fin de satisfacer la demanda alimentaria de la población y otras necesidades ambientales, sociales y económicas. La sostenibilidad ambiental implica conservar y proteger el medio ambiente de forma indefinida. Para ello, se sustenta en optimizar el rendimiento (tasa de uso, recolección o pesca), minimizar la contaminación, que también implica gestionar los residuos de forma sostenible, y evitar el agotamiento de los recursos no renovables. Garantizar la sostenibilidad ambiental es uno de los Objetivos de Desarrollo del Milenio según la FAO.

La mayor crítica a la que se enfrentan las iniciativas que promueven la sostenibilidad ambiental es que sus prioridades pueden estar en desacuerdo con las necesidades de una sociedad creciente, híper-consumista e industrializada. El cambio climático, la creciente escasez de agua y los conflictos por el acceso a los recursos son algunos de los elementos que plantean desafíos a la sostenibilidad ambiental y seguridad alimentaria. A ellos hay que añadir las enfermedades emergentes que plantean un problema que sucede a gran escala y que tiene que ver con las actividades humanas y la degradación de la naturaleza (ver 1 y 2).

La actual pandemia de enfermedad (COVID-19) producida por un coronavirus (SARS-CoV-2) es síntoma de un problema subyacente, el aumento de enfermedades infecciosas de origen animal que asciende del 60% al 73% cuando hablamos de enfermedades infecciosas emergentes (3). Los mecanismos por los cuales los humanos nos infectamos están directamente relacionados con los cambios ambientales que provocamos (deforestación, expansión de la agricultura, intensificación en la producción de ganado, aumento de la caza y el comercio de especies salvajes). Estos cambios favorecen el aumento del contacto entre fauna silvestre y humanos que a su vez favorece la transmisión de enfermedades infecciosas en ambos sentidos. En la actualidad los seres humanos estamos mucho más en contacto con patógenos que antes sólo residían en zonas remotas y que ahora se propagan rápidamente por todo el mundo, sin importar su origen biogeográfico, debido a la alta conectividad que existe entre las diferentes partes del planeta. Por ello, en el actual escenario de globalización, la expansión del SARS-CoV-2 ha sido más rápida y extensa que en pandemias anteriores. Los coronavirus han coevolucionado con sus hospedadores (mamíferos, aves) de forma que cuando éstos están sanos la carga vírica es mínima. Sin embargo, en estados de estrés, como cuando se les persigue, caza y manipula, el sistema inmune del animal se deprime y la carga vírica se dispara. Con la simplificación de los ecosistemas, eliminando especies y reduciendo los procesos ecológicos a su mínima expresión, aumenta el riesgo para la salud humana, ya que la mayoría de estas especies encaminadas a la extinción, actúan como huéspedes de numeroso virus y otros agentes patógenos.

Cada vez están más claros los mecanismos que conectan la aparición de brotes epidémicos con la conservación de la biodiversidad y el desarrollo económico. Prueba de ello es que entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda de las Naciones Unidas para el 2030 se incluyen: proteger la vida en los ecosistemas terrestres, poner fin al hambre (seguridad alimentaria, mejora de la nutrición, agricultura sostenible) y garantizar una vida saludable y promover el bienestar universal (donde se incluye la reducción del riesgo global de enfermedades infecciosas como el COVID-19). Cualquier acción dirigida a conservar la biodiversidad y promover el desarrollo sostenible tendrá un impacto positivo en el bienestar universal. La conservación/restauración de los ecosistemas terrestres nos permitirá paliar o minimizar los riesgos de otro brote epidémico como el que estamos viviendo (3).

En este sentido, el reconocimiento social y científico de la necesidad de recuperar los ecosistemas degradados ha motivado que la restauración ecológica se haya incorporado en múltiples acuerdos multilaterales, en los que se han marcado los compromisos de la superficie a restaurar por los diferentes países (4, 5, 6, 7). El pasado 1 de marzo en Nueva York, se declaró la Década 2021-2030, como la Década de las Naciones Unidas para la Restauración de los Ecosistemas con el objetivo de incrementar a gran escala la restauración de los ecosistemas degradados y destruidos, como medida de probada eficacia para luchar contra el cambio climático y mejorar la seguridad alimentaria, el suministro de agua y la biodiversidad (8, 9). Dada la preocupante situación de los ecosistemas del planeta (hasta 2/3 de los ecosistemas y el 24 % de la superficie del planeta se consideran degradados) no es de extrañar que la restauración se haya convertido en una prioridad global, permitiendo el desarrollo rápido de la ciencia y práctica de la ecología de la restauración. La Ecología de la restauración es una ciencia relativamente nueva que conecta directamente con la preocupación social y científica por la recuperación de zonas degradadas. Tiene un enfoque holista y multidisciplinario y ofrece una oportunidad excepcional para validar nuestro conocimiento ecológico.

En esta línea se trabaja desde el Área de Ecología (ETSIIAA de Palencia/iuFOR) de la Universidad de Valladolid, cuyos resultados de investigación pretenden contribuir a mejorar las propuestas de restauración forestal en ambientes severos y altamente perturbados, como los espacios afectados por la minería del carbón en la Montaña Palentina, potenciando los procesos naturales como las interacciones positivas (facilitación) matorral-árbol; de modo que los arbustos de leguminosas actúen como especies ingenieras en establecimiento de quercíneas.

 

 

Dra. Carolina Martínez Ruiz

Profesora Titular de Universidad. Área de Ecología (Dpto. Ciencias Agroforestales).

Universidad de Valladolid. Miembro del iuFOR UVa-INIA

 

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